
Artículo originalmente publicado en Noticias Montreal en abril del 2014, con ocasión de la muerte del escritor colombiano.
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Uno tiene la idea de que sus ídolos son eternos. No lo son, físicamente hablando. Pero sus recuerdos posiblemente durarán por muchos años, y tal vez por siglos, tratándose de una figura como fue la de Gabriel García Márquez.
Su obra, como cuentista, novelista, guionista o periodista, perdurará. Perdurarán, posiblemente, hasta rasgos y anécdotas de su propia vida, llenas de aventuras sin fin, a pesar de que muchas de esas aventuras eran creadas o simplemente exageradas, como el mismo alguna vez lo dijera.
Lo lamentable es que, en adelante, tras su muerte, nos quedaremos privados de nuevas historias, que habrían salido de su prodigiosa pluma, de estar aún con vida.
Tengo a García Márquez como uno de mis escritores favoritos, pero no sabría responder si me preguntasen cuál de todos sus libros es el que más me gusta. Me gustan todos. Desde la densa, compleja y minuciosamente entretejida, Cien Años de Soledad, que le mereció el Premio Nobel; pasando por las pequeñas historias contadas en sus numerosos cuentos, o simplemente sus reportes periodísticos de cuando era «feliz e indocumentado», haciendo alusión a la etapa cuando vivía en Venezuela y escribió una serie de crónicas y reportajes para diversos medios venezolanos.
La ocasión es propicia para recordar una de sus pequeñas y fantasiosas historias. Resulta que el escritor (según cuenta) se encontraba con su esposa y sus dos hijos, que eran pequeños, en Arezzo, una campiña de la Toscana italiana, buscando un castillo renacentista, que había comprado Miguel Otero Silva, el escritor y fundador del diario El Nacional de Venezuela.
Después de dar varias vueltas y atravesar un sendero de cipreses, se encontraron con una campesina que les señaló exactamente el lugar que buscaban. La campesina les preguntó atónita:
- ¿Tienen intenciones de dormir allí?”.
García Márquez y compañía le respondieron que solo iban a almorzar.
- Menos mal, dijo la campesina. en esa casa espantan.
Llegaron al tan buscado castillo y ya Otero Silva, gran anfitrión como lo era, los esperaba con la mesa servida.
Otero Silva, en pleno almuerzo, les relató la horrorosa historia que pesaba sobre el Castillo. Dijo que su propietario fue Ludovico, un gran señor de las artes y de la guerra, quien en un arranque de locura había apuñalado a su amante, en pleno lecho. Luego él mismo azuzó a sus perros a que lo atacaran, y éstos les dieron muerte a dentelladas.
Desde aquel día y a la media noche, el alma en pena de Ludovico deambulaba por la casa, buscando sosiego.
García Márquez y los suyos, tomaron la historia a la broma. Más tarde conocieron la habitación de Ludovico, que estaba ubicada en el segundo piso del inmueble y donde el tiempo parecía que se había detenido. Había un retrato grande de Ludovico, y un fuerte olor a fresas emanaba de su interior.
El anfitrión había preparado para aquel día un programa enorme y así llegó luego la noche y por supuesto había que cenar. Así lo hicieron. Después de la cena los dos hijos de García Márquez se dedicaron a correr por el castillo, y a llamar a Ludovico acercándose a su cuarto. Luego hablando en voz alta pidieron quedarse a dormir allí esa noche. A Otero Silva le encantó la idea, y García Márquez, quien a decir verdad solía ser temeroso ante este tipo de eventos sobrenaturales, tuvo que decir que sí.
Durmieron en la planta baja, que estaba renovada y allí no había vestigios del castillo antiguo. García Márquez y su esposa en un cuarto y sus dos hijos en otro, no muy lejos de ellos. El día había sido agotador, y la pareja se acostó; pero en el escritor las palabras de la campesina de que allí espantaban empezaron a rebotarle en la mente. No obstante, el sueño los venció.
Despertaron al día siguiente, alrededor de la 7 de la mañana, con un sol radiante. Se alegraron de que no había habido tales historias de fantasmas; cuando de pronto García Márquez percibió aquel olor a fresas frescas, y luego se viene a dar cuenta que estaba en la alcoba de Ludovico, en el segundo piso, la misma que aún tenía las manchas de sangre secas de la amante muerta. Fin.
Este relato, es apenas una pequeña parte de la genialidad de García Márquez.
Paz a sus restos.



